martes, 11 de diciembre de 2012

Poética y Peatonal

Muy probablemente en un futuro más que cercano renunciaremos a leer sobre papel y el libro tal lo conocemos pase a ocupar un lugar radicalmente diferente. Poco importan las consideraciones acerca del olor del papel o de la tinta (hace mucho, mucho que los libros dejaron de oler a tinta por otra parte). La industria editorial se adecúa rápidamente a esos cambios que ya son una evidencia. No me parece un debate interesante hoy por hoy.
Además, la inmensa mayoría de los libros que he leído a lo largo de mi vida ya eran libros industriales, impresos en rústica. Luego no se trata ahora, ni antes, de una cuestión de continente sino de contenido.
No obstante he pasado más de la mitad de mi vida ocupándome de la gráfica del libro, de su edición y mucho tiempo -quizás demasiado- de su papel como vehículo comercial que se vende y que se compra. A tantos cientos o miles de ejemplares mayor o menor ganancia para la rueda de la industria; mayor o menor probabilidad de que el autor/a pueda permitirse vivir de su oficio de escritor y no de otros oficios subalternos simultáneos. Conste que todavía hablo de oficio y no de profesión. No es un detalle menor.
Nada puedo hacer para que un libro sea leído por mayorías. No es ese el rol que me motiva y, la verdad, tampoco es algo que me interese en lo personal. Pero si me importa el libro como objeto artístico en todas las direcciones en donde sea capaz de intervenir: me gustan los libros bien diseñados; me gusta la tipografía y hasta la historia de la tipografía; me gusta el papel (incluso el papel en blanco, a secas) y, por encima de todo ello, me importan los creadores. Su hacer, sus compromisos, sus indagaciones a pecho descubierto. Su entereza y su vulnerabilidad.
Me gustan los artistas.
Yo soy pintor. Por las razones que sea -incluida la falta de talento, desde luego- siempre he tenido otros oficios que le han restado tiempo vital a mi pintura. No puedo remediarlo, ni falta que hace.
Durante todo el tiempo -es decir durante toda mi vida- he tenido muy pocas certezas: He sabido sin ningún género de dudas que la pintura, que la imagen y que el color, han sido la fuerza motriz de mi pasión creativa y, también, que nada de lo que pueda pintar me resulta trascendente. Importante para mi, sí, desde luego, pero no en un sentido trascendente.
Me interesa la creación y la creación es un acto efímero.
Con esta idea, la de la búsqueda de la belleza como acto creativo disciplinado y riguroso pero efímero e insolente, quiero reunir el trabajo de escritores cuya obra me conmueve y su actitud ante el arte me regocija y alimenta.
Eso quiero: alimentarme de su trabajo e interpretarlo desde el mio. Es decir leerlos de verdad, a fondo y quedar expuesto luego.
Pero sin solemnidad, sin que exista pretensión alguna de trascendencia.
Por eso pinto sobre un soporte tan irrelevante como una camiseta (única e irrepetible). Para que toda la "solemnidad" de mi obra quepa en una lavadora y sobre espacio.
Arte para vestir, para pasearlo por la calle.
Y los libros de la colección "Poética y peatonal", para aquellos que amen los libros pequeños, esos que dan ganas de besarlos.


domingo, 2 de septiembre de 2012

Nicolasa verde o nada


Nunca cuando pinto pierdo de vista que lo estoy haciendo sobre prendas de vestir, sobre camisetas que usa la gente y nunca, tampoco, que verlas por la calle sobre el cuerpo de personas -algunas conocidas, muchas otras no- me produce una alegría muy intensa y que esa es la razón última.
Recuerdo vivamente la primera vez que ocurrió fuera del ámbito familiar o del círculo de mis amigos: fue en un metro, en Buenos Aires, hace más de 20 años. Yo estaba sentado mirando por la ventanilla cuando el tren redujo su velocidad entrando en una estación y allí, en el andén, un hombre joven llevaba puesta una camiseta mía; un perfecto desconocido vestía mi ropa. Enseguida ese joven se convirtió en mi cómplice, en mi igual. Fue un momento precioso; halagador -desde luego- y precioso.
Cuando ahora pinto sobre camisetas para niños pequeños, camisetas de fondo negro (siempre son de fondo negro) con imágenes que intentan rescatar e imitar el universo icónico de los pequeños, sueño con que ese instante mágico se repita. Me encantaría ver, alguna vez más en la vida, a un niño o niña desconocidos llevando puesta una camiseta pintada por mi, pensada para gustarle, pensada para la complicidad en la inocencia, para la complicidad con la libertad creativa.
Si por fortuna eso ocurriese me encantaría pensar que fueron ella o él quienes la eligieron y no un adulto y eso haré, sin duda alguna: elegiré creer que fue su elección y no la de sus padres o abuelos.
Nicolasa verde o nada se llamó la primera novela de mi padre muerto, una de las obras más radicalmente creativas de la literatura sudamericana de los 60. Nicolasa llamaba yo en secreto a mi primera bicicleta y así nombro a esta colección de ropa para niños con la esperanza de que al crear, una a una, sus imágenes la alegría que siento me devuelva, un poquito, la visión incontaminada y fresca de la sabiduría plástica infantil. Ojalá, ojalá...

viernes, 17 de agosto de 2012

Maese Pedro

 
Pedro Pont Vergés (1924/2003) fue mi maestro. No recibí de él clases académicas más allá de 10 o 20 sesiones en el sentido estricto de la palabra, pero lo conocí desde siempre e incluso vivimos en la misma casa familiar durante un par de años. Él, su mujer -adorada Ana Luque-, mis hermanas, mis padres...
Pocos años antes de su muerte me hizo 2 regalos: un manojo de pinceles usados y una vieja lámpara de exterior, de esas farolas que se colocaban en las esquinas de los barrios de extrarradio colgando desde un cable tirado sobre la calle o que pendían desde un poste de madera en las encrucijadas rurales.

Luz y herramientas necesita un pintor, todo lo demás está dentro de la cabeza.
Por si luego de 40 años todavía no lo hubiera entendido y fuese su compromiso remarcarlo.

Pedro no me enseñó a pintar, me enseñó la pintura.
Nada menos.

Este ritual de cada mañana: levantarse temprano; ducha y ropa limpia; barrer el taller y despejar el espacio; pintar sin pausa hasta la hora de comer -5, 6 horas de silencio sin tropiezos ni interrupciones-; dormir la siesta y que la tarde, toda la tarde, sea de inquietud por los errores, por los tropiezos con la imagen, por el desconcierto... entrar luego al taller con otra luz y ver... y ver...

Te agradezco la contaminación, querido mio.









El principio

Tendría 5 años, o algo así. Mi padre escribía a máquina en su escritorio -al que tanto se asemeja este donde ahora trabajo- que estaba en un rincón al fondo del pequeño salón en la pequeña casa donde vivíamos entonces. Mientras él tecleaba y tecleaba yo pintaba en silencio, sobre una mesilla, arrodillado en el suelo. Recuerdo la luz solar entrando por la única ventana y recuerdo, también, que se fue haciendo de noche. Él, mi padre, encendió una lámpara de brazo articulado que con una fría luz azul iluminaba de misterio aquel salón austero. Era verano, creo.
En algún momento, luego de lo que supongo fueron varias horas de callada compañía, sentí urgencia por salir a la calle en mi bicicleta verde a dar vueltas veloces: una urgencia vehemente y desbocada que aún puedo sentir, me parece, si pienso en aquel momento.
Lo cierto es que me caí, me di un formidable porrazo y me partí la ceja izquierda contra el suelo.
Dejé la bici tirada y regresé a casa asustado, dolorido y sangrante. Mi padre al verme se alzó alarmado y vino en mi auxilio preguntando: "- pero ¿qué te pasó?-"
Contaron siempre en mi casa que la respuesta fue: "¡se cagó de un golpe el pintor!"

Muchos, muchos años después, mi padre escribió algo sobre aquel incidente comparando mi bicicleta con el caballo de Leonardo por las calles nocturnas de Florencia. Me emocionó y se lo agradecí entonces. O espero haberlo hecho porque ahora ya no está, ya no es posible.

Tengo para mi que aquel día descubrí que siempre sería sino pintor, creador de imágenes al menos. Y lo atesoro, y lo preservo.
Pero descubrí algo más serio e importante, más vital y certero: necesito del silencio en compañía.
Tengo la impresión que eso denotan mis imágenes. La impresión o tal vez la esperanza.
Por si acaso, si no fuese así, cualquiera puede ver la cicatriz que me divide la ceja en dos y recordármelo.