viernes, 17 de agosto de 2012

Maese Pedro

 
Pedro Pont Vergés (1924/2003) fue mi maestro. No recibí de él clases académicas más allá de 10 o 20 sesiones en el sentido estricto de la palabra, pero lo conocí desde siempre e incluso vivimos en la misma casa familiar durante un par de años. Él, su mujer -adorada Ana Luque-, mis hermanas, mis padres...
Pocos años antes de su muerte me hizo 2 regalos: un manojo de pinceles usados y una vieja lámpara de exterior, de esas farolas que se colocaban en las esquinas de los barrios de extrarradio colgando desde un cable tirado sobre la calle o que pendían desde un poste de madera en las encrucijadas rurales.

Luz y herramientas necesita un pintor, todo lo demás está dentro de la cabeza.
Por si luego de 40 años todavía no lo hubiera entendido y fuese su compromiso remarcarlo.

Pedro no me enseñó a pintar, me enseñó la pintura.
Nada menos.

Este ritual de cada mañana: levantarse temprano; ducha y ropa limpia; barrer el taller y despejar el espacio; pintar sin pausa hasta la hora de comer -5, 6 horas de silencio sin tropiezos ni interrupciones-; dormir la siesta y que la tarde, toda la tarde, sea de inquietud por los errores, por los tropiezos con la imagen, por el desconcierto... entrar luego al taller con otra luz y ver... y ver...

Te agradezco la contaminación, querido mio.









El principio

Tendría 5 años, o algo así. Mi padre escribía a máquina en su escritorio -al que tanto se asemeja este donde ahora trabajo- que estaba en un rincón al fondo del pequeño salón en la pequeña casa donde vivíamos entonces. Mientras él tecleaba y tecleaba yo pintaba en silencio, sobre una mesilla, arrodillado en el suelo. Recuerdo la luz solar entrando por la única ventana y recuerdo, también, que se fue haciendo de noche. Él, mi padre, encendió una lámpara de brazo articulado que con una fría luz azul iluminaba de misterio aquel salón austero. Era verano, creo.
En algún momento, luego de lo que supongo fueron varias horas de callada compañía, sentí urgencia por salir a la calle en mi bicicleta verde a dar vueltas veloces: una urgencia vehemente y desbocada que aún puedo sentir, me parece, si pienso en aquel momento.
Lo cierto es que me caí, me di un formidable porrazo y me partí la ceja izquierda contra el suelo.
Dejé la bici tirada y regresé a casa asustado, dolorido y sangrante. Mi padre al verme se alzó alarmado y vino en mi auxilio preguntando: "- pero ¿qué te pasó?-"
Contaron siempre en mi casa que la respuesta fue: "¡se cagó de un golpe el pintor!"

Muchos, muchos años después, mi padre escribió algo sobre aquel incidente comparando mi bicicleta con el caballo de Leonardo por las calles nocturnas de Florencia. Me emocionó y se lo agradecí entonces. O espero haberlo hecho porque ahora ya no está, ya no es posible.

Tengo para mi que aquel día descubrí que siempre sería sino pintor, creador de imágenes al menos. Y lo atesoro, y lo preservo.
Pero descubrí algo más serio e importante, más vital y certero: necesito del silencio en compañía.
Tengo la impresión que eso denotan mis imágenes. La impresión o tal vez la esperanza.
Por si acaso, si no fuese así, cualquiera puede ver la cicatriz que me divide la ceja en dos y recordármelo.