
Pedro Pont Vergés (1924/2003) fue mi maestro. No recibí de él clases académicas más allá de 10 o 20 sesiones en el sentido estricto de la palabra, pero lo conocí desde siempre e incluso vivimos en la misma casa familiar durante un par de años. Él, su mujer -adorada Ana Luque-, mis hermanas, mis padres...
Pocos años antes de su muerte me hizo 2 regalos: un manojo de pinceles usados y una vieja lámpara de exterior, de esas farolas que se colocaban en las esquinas de los barrios de extrarradio colgando desde un cable tirado sobre la calle o que pendían desde un poste de madera en las encrucijadas rurales.
Luz y herramientas necesita un pintor, todo lo demás está dentro de la cabeza.
Por si luego de 40 años todavía no lo hubiera entendido y fuese su compromiso remarcarlo.
Pedro no me enseñó a pintar, me enseñó la pintura.
Nada menos.
Este ritual de cada mañana: levantarse temprano; ducha y ropa limpia; barrer el taller y despejar el espacio; pintar sin pausa hasta la hora de comer -5, 6 horas de silencio sin tropiezos ni interrupciones-; dormir la siesta y que la tarde, toda la tarde, sea de inquietud por los errores, por los tropiezos con la imagen, por el desconcierto... entrar luego al taller con otra luz y ver... y ver...
Te agradezco la contaminación, querido mio.