Tendría 5 años, o algo así. Mi padre escribía a máquina en su escritorio -al que tanto se asemeja este donde ahora trabajo- que estaba en un rincón al fondo del pequeño salón en la pequeña casa donde vivíamos entonces. Mientras él tecleaba y tecleaba yo pintaba en silencio, sobre una mesilla, arrodillado en el suelo. Recuerdo la luz solar entrando por la única ventana y recuerdo, también, que se fue haciendo de noche. Él, mi padre, encendió una lámpara de brazo articulado que con una fría luz azul iluminaba de misterio aquel salón austero. Era verano, creo.
En algún momento, luego de lo que supongo fueron varias horas de callada compañía, sentí urgencia por salir a la calle en mi bicicleta verde a dar vueltas veloces: una urgencia vehemente y desbocada que aún puedo sentir, me parece, si pienso en aquel momento.
Lo cierto es que me caí, me di un formidable porrazo y me partí la ceja izquierda contra el suelo.
Dejé la bici tirada y regresé a casa asustado, dolorido y sangrante. Mi padre al verme se alzó alarmado y vino en mi auxilio preguntando: "- pero ¿qué te pasó?-"
Contaron siempre en mi casa que la respuesta fue: "¡se cagó de un golpe el pintor!"
Muchos, muchos años después, mi padre escribió algo sobre aquel incidente comparando mi bicicleta con el caballo de Leonardo por las calles nocturnas de Florencia. Me emocionó y se lo agradecí entonces. O espero haberlo hecho porque ahora ya no está, ya no es posible.
Tengo para mi que aquel día descubrí que siempre sería sino pintor, creador de imágenes al menos. Y lo atesoro, y lo preservo.
Pero descubrí algo más serio e importante, más vital y certero: necesito del silencio en compañía.
Tengo la impresión que eso denotan mis imágenes. La impresión o tal vez la esperanza.
Por si acaso, si no fuese así, cualquiera puede ver la cicatriz que me divide la ceja en dos y recordármelo.
Una alegría leerte, Gabriel! Espero sigamos compartiendo artes y textos!! abrazo desde Buenos Aires.
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