Existe
una diferencia enorme, enorme, entre la gente de mar y la gente de
interior. Entre la gente de mar y la gente de montaña. La gente de
montaña tenemos referencias espaciales nítidas -o eso me parece-
que la gente de mar no tiene o la tiene en una dimensión que
desconozco.
Hasta
hoy he confiado en un tópico más o menos aceptable para
describirlo: la gente de montaña tenemos referencias espaciales
hacia todos los puntos cardinales y sus perfectas sutilezas
intermedias. En cambio la gente de mar tiene horizonte. Amplio,
ambiguo, mutable...
La
gente de mar siente nostalgia; la de montaña, melancolía.
Más
o menos así, mis tópicos.
Vera
dice otra cosa: dice que el horizonte, como la nieve para los inuit,
tiene mil maneras de ser y otras tantas de nombrarse. Un nombre para
el horizonte que vibra, otro para el que tiembla, uno diferente si el
color del cielo es distinto al del mar; otro para cuando se parecen
tanto, tanto, que sólo la tenue, casi imperceptible, línea que los
separa los distingue. Los distingue no. Los diferencia.
Vera
dice que eso puede saberse no ya con la experiencia del tránsito
sino que se puede magnificar viviéndola desde la visión recortada
de la realidad que nos puede ofrecer una ventana. Como el campo de
visión de una lupa alucinada.
Su
poesía es eso: el espacio restringido de una manera de mirar acotada
donde el horizonte trémulo distingue la refinada, la exquisita,
separación entre todas las experiencias humanas antagónicas.
Pero
no lo enuncia, ni siquiera lo sugiere: es así.
Para
ella es así.
Ahora,
también, para mí.
Mi
gratitud, poeta.